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martes, 7 de diciembre de 2010

"Gramsci en clave latinoamericana" por Portantiero, Juan Carlos

NUEVA SOCIEDAD NRO.115 SEPTIEMBRE- OCTUBRE 1991, PP. 152-157

Juan Carlos Portantiero: Sociólogo argentino. Co-director de La Ciudad Futura.
Decano de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Buenos Aires. Autor
de numerosas publicaciones sobre temas de teoría política e ideología.

Es sabido que en la articulación del pensamiento gramsciano la categoría de nacional-
popular juega un papel central y que lo cumple hasta tal medida, que ella podría
ser considerada como un punto de cruce en el que confluyen muchos de sus
conceptos fundamentales, como el de hegemonía.

En los apuntes trazados en los Quaderni, la categoría aparece directamente relacionada con su percepción acerca de la forma desarticulada que asumiera el desarrollo histórico italiano, una de cuyas manifestaciones seria la «función cosmopolita» cumplida por los intelectuales a partir de la ausencia de un proceso colectivo de «reforma intelectual y moral», capaz de superar el divorcio secular entre élites y pueblo-nación.

La traducción política de esa clave interpretativa para la historia italiana remite a
un problema metodológico y teórico más general: el de las condiciones para un
proceso de transformación social en situaciones de capitalismo atrasado en las que
las unificación nacional ha sido tardía e incompleta y la constitución del estado liberal
de derecho ha sido producto de una revolución desde arriba, es decir, no de
una voluntad revolucionaria o reformista organizada desde abajo, sino de un proceso
transformista. Como recuerda con justicia Aricó en estas mismas páginas,*
quien por primera vez aplicó ese esquema analítico para explicar el desarrollo argentino
fue Hector P.Agosti, en dos textos clásicos: Echeverría, de 1951 y Nación y Cultura, de 1959.

Lo nacional-popular
¿Cómo aparece el término nacional-popular en Gramsci? Se lo encuentra en sus
apuntes desde la prisión, como parte de esa vasta reflexión sobre Italia, que sólo
puede desplegar parcialmente, con la que buscaba explicarse el por que del fascismo
como forma perversa de apropiación de «lo nacional».

En tanto calificativo, la expresión alude en Gramsci a dos dimensiones: a las tradiciones
culturales (en especial la literatura) y a aquello, no siempre precisamente definido,
que en sus notas sobre Maquiavelo llama la «voluntad colectiva» y que
irrumpe en sus textos vinculada críticamente a la definición soreliana del «mito».

Tanto las formas culturales cuanto la voluntad colectiva nacional-popular(y ambas
están estrechamente unidas) se deslindan de dos extremos que Gramsci rechaza: el
cosmopolitismo uno y el particularismo o nacionalismo, otro. En el caso de la literatura,
por ejemplo, lo «nacional-popular» equivale y no es paradoja, a lo «universal
»; cuando debe dar ejemplos no piensa en las formas llamadas espontáneas de la
cultura local, sino en los trágicos griegos y en Shakespeare.

En verdad el núcleo del concepto gramsciano se ubica en el interior de uno de los
planos teóricamente más polémicos del socialismo: en el de las relaciones entre intelectuales
y pueblo. En un fragmento en el que comenta el hecho de que, en algunas
lenguas, «nacional» y «popular» aparecen como sinónimos (notablemente en
francés, en donde es imposible diferenciar soberanía nacional de soberanía popular),
agrega: «En Italia el término nacional tiene un significado muy restringido ideológicamente
y en ningún caso coincide con popular, porque en este país los intelectuales
están alejados del pueblo, es decir de la nación, y en cambio se encuentran
ligados a una tradición de casta que no ha sido rota nunca por un fuerte movimiento
político nacional-popular desde abajo»1.

Pero esta crítica al rol de casta de los intelectuales no implicaba rendición frente a
una visión populista que ve en el pueblo el reino de lo incontaminado. «El pueblo -
escribe en otro fragmento - no es una colectividad homogénea de cultura»2.
En su criterio, la «moral del pueblo» es un amasijo en el que conviven «diversos estratos:
los fosilizados, que reflejan condiciones de vida pasadas y que son, por lo tanto,
conservadores y reaccionarios y los estratos que constituyen una serie de innovaciones
frecuentemente creadoras y progresivas, determinadas espontáneamente
por formas y condiciones de vida en proceso de desarrollo y que están en contradicción,
o en relación diversa, con la moral de los estratos dirigentes»3. Su síntesis
es que «el pueblo (es decir el conjunto de las clases subalternas e instrumentales de
cada una de las formas de sociedad hasta ahora existentes) por definición no puede
tener concepciones elaboradas, sistemáticas y políticamente organizadas y centralizadas» 4.

Lo que Gramsci va a proponer como proceso de construcción de una «voluntad colectiva
nacional-popular», es la necesidad de ese nexo entre una cultura moderna,
laica y científica y los núcleos de «buen sentido» que se alojan en la contradictoria
cultura popular.
Esta asociación entre una masa que, para organizarse y distinguirse, necesita de la
intermediación de los intelectuales, específica a su concepto de hegemonía como
un proceso de constitución de los sujetos sociales. Las reflexiones sobre la hegemonía
no hacen más que coronar su discurso sobre lo nacional-popular como categoría
fúndante de la posibilidad de cambio histórico.

En sus «Apuntes sobre la política de Maquiavelo» esta relación es clara. En efecto,
lo valioso de El Príncipe sería que en el, como mito, como forma dramática se sintetiza
el proceso de formación de una voluntad colectiva, como «fantasía concreta
que actúa sobre un pueblo disperso y pulverizado». La capacidad constructiva de
esa forma mito se halla en que es capaz de expresar el elemento intelectual de
modo que pueda confundirse con el elemento pueblo. Es sabido que la transposición
moderna del mito de El Príncipe es, para Gramsci, la organización política socialista,
único sujeto capaz de crear o al menos de coordinar una voluntad colectiva
como protagonista de un efectivo drama histórico5.

Esa voluntad colectiva expresa lo nacional-popular, el proceso de constitución de
las clases económicas en sujetos de acción histórica. Para que éste ocurra deben
aparecer algunas condiciones sociales y culturales. No siempre las clases fundamentales
logran la capacidad práctica e ideal de trascender el horizonte de la actividad
económico-corporativa; esto es, de devenir grupos hegemónicos, de agrupar
alrededor de si una voluntad colectiva nacional-popular.

Gramsci utiliza como ejemplo el caso italiano. Allí no se ha dado históricamente la
creación de una voluntad colectiva nacional-popular y ello debe ser atribuido a diversos
factores: las características de la disolución de la burguesía comunal, el carácter
de los grupos que reflejan la posición cosmopolita de Italia como sede de la
catolicidad, etc.

Ello contribuyó a la inexistencia de una fuerza jacobina capaz de
disgregar a los elementos parasitarios que anidan en la aristocracia rural y de asociarse
con los sectores urbanos industriales y con la gran masa de campesinos. Sus
clásicos análisis sobre II Risorgimento ilustran sobre esta hipótesis acerca de las
causas del fracaso en la construcción de una voluntad nacional-popular en Italia.

Esta invocación al jacobinismo condensa la función movilizadora que debe asumir
el «moderno Príncipe» que, para cumplir con sus objetivos de organizador principal
de la hegemonía debe ser el abanderado de una «reforma intelectual y moral»
como terreno necesario para que se despliegue allí la voluntad colectiva nacionalpopular.
Ambas funciones - reforma cultural y organización de lo nacional-popular
califican el papel eminente reservado al partido político en la perspectiva analítica
de los Quaderni.

Parece claro que - más allá de la utilización de un lenguaje plantado en una tradición
cultural diferente - estas hipótesis no se colocan en un espacio teórico demasiado
diferente al configurado por Lenin.

El tema del fracaso de lo nacional-popular en los procesos transformistas del desarrollo burgués y la postulación de la capacidad potencial del socialismo para recomponer esa unidad, ubica a Gramsci en la continuidad de la visión leniniana, entendida ésta como una alternativa para
plantear los nexos entre democracia y socialismo a través de una definición del carácter
popular de la revolución del proletariado.

Especificando el problema un poco más, diría que en este nudo de la recomposición de lo nacional y lo popular a través de la creación de una voluntad colectiva capaz de expresar la dirección política del proletariado sobre el resto de las clases subalternas, podría encontrarse la mejor formulación teórica e histórica realizada en la época, de las propuestas estratégicas formuladas, por influencia directa de Lenin, en el III y IV congresos de la Internacional Comunista. Gramsci se mantendrá permanentemente fiel a esas líneas y es evidente que su ocaso político a fines
de la década del 20 así como el acento crítico que se trasluce en los Quaderni, tiene
que ver con el abandono por parte de la Komintern, en el V y VI congresos, de las
propuestas políticas trazadas en los últimos años de vida por Lenin y explicitadas
con claridad en El extremismo, enfermedad infantil del comunismo. La influencia
de los discursos que Lenin pronuncia en el III y en el IV congresos es transparente
en las cartas de Gramsci a Togliatti, Terracini y otros dirigentes en 1926 y habrá de
encontrar una primera expresión ideológica en ese auténtico prólogo a los Quaderni
que son sus apuntes sobre Alcuni temi della questione meridionale redactados
en las vísperas de su encarcelamiento. Quizás se encuentre en esa monografía, precisamente,
el mejor acopio de sugerencias concretas, aplicadas al análisis de una situación
particular, desarrollado por Gramsci en la perspectiva de la constitución de
una nueva voluntad colectiva nacional-popular.

En América Latina, en la práctica política y en la teoría, esta historia de la relación entre lo nacional-popular y el socialismo ha tenido formas accidentadas. Cabe decir que, salvo en los últimos años, su introducción al debate no vino de la mano de Gramsci sino de la de Lenin y, lo que es peor, de la visión de Stalin, sacralizada como «leninismo» a mediados de la década del 20.
De todos modos es evidente que la presencia en el lenguaje político latinoamericano
de la categoría de lo nacional-popular no coincidió con una expansión del socialismo,
sino con la aparición de la alternativa populista, para nada ajena ideológicamente
al «nacionalismo de masas» del primer fascismo que había reivindicado,
frente a las plutocracia y a los internacionalismos la presencia de las «naciones proletarias
», tal como lo planteaba uno de sus fundadores ideológicos, Enrico Corradini.

Detrás de eso lo que hay es la comprobación de un gran fracaso histórico de los socialismos
- «reformistas» o «revolucionarios» - ligados a la Segunda o a la Tercera
Internacional, para resolver la construcción de una «voluntad colectiva nacionalpopular
». Fueron finalmente «nacionalismos populares» los que capturaron ese espacio
de identidad política con un discurso organicista y estatalista6.
En sociedades como las nuestras, articuladas históricamente alrededor de una visión
antropomorfa del Estado (la del caudillismo paternalista) la manera en que es
percibida la producción del poder en y desde la sociedad y la producción del poder
en y desde el Estado, es un tema central de la acción política. Para los socialistas
no había dudas: su percepción era societalista. Frente a un Estado cerrado a la
participación, la presencia de las masas en él sólo podría estar garantizada por la
irrupción, fuera ella molecular o violenta de la sociedad7.

Cuando la industrialización posterior a la crisis del 30 ayudó a la fractura de la
«oligarquía», generó la presencia de nuevas masas urbanas y transformo los equilibrios
políticos dentro de la burocracia estatal, el camino se abrió para la política de
los populismos, en desmedro de los viejos socialismos, que no habían sabido (o podido)
recomponer en una voluntad colectiva a la pluralidad y diversidad de las demandas
sociales, no sólo las de clase. Los populismos en cambio si pudieron hacerlo
fusionando éstas con las de nación y ciudadanía en un único movimiento que recogía
además la herencia paternalista de la concepción tradicional de la política.
Fueron capaces - en una clave que para Gramsci hubiera sido más parecida al fascismo que a otra cosa - de elaborar «desde arriba» lo nacional-popular articulando
política de masas con centralidad estatal.
En el camino ideal hacia una praxis política transformadora, en la que según
Gramsci deben anudarse las exigencias de carácter nacional, siempre trabado además
por una cultura política mucho más político-céntrica que socio-céntrica, el socialismo
latinoamericano se movió históricamente entre los extremos del corporativismo
de clase y del finalismo socialista, disociados o yuxtapuestos. Salvo ocasionalmente,
en momentos muy puntuales o parciales de la producción teórica y la
práctica política, los socialismos clásicos, ligados a la tradición de las internacionales,
no fueron capaces de elaborar un proyecto hegemónico o de avanzar problemáticas
que pudieran colocarros en esa dirección8.

¿Cuáles fueron esos momentos históricos? Señalaría tres: 1) El de Juan B. Justo y la
tradición del Partido Socialista en la Argentina, hasta comienzos de la década del
40; 2) el de Recabarren y la tradición obrerista del comunismo chileno; 3) el de la
obra teórica de Mariátegui. Pienso que el primero y el tercero (a despecho de las
obvias diferencias entre ellos) fueron los teóricamente más significativos. Ambos
resultaron, sin embargo, vencidos o reales por la convocatoria nacional-popular de
los populismos, encarnados en Yrigoyen primero y Peron después, para el socialismo
argentino; en Haya de la Torre y el aprismo para Mariátegui.

Justo
Justo señaló el nivel más profundo de articulación entre la II Internacional y un
país de América Latina. No sólo por los éxitos en la organización de un poderoso
partido que en muchos aspectos puede ser comparado, por la variedad de su implantación
en la sociedad urbana, con similares de Europa, sino también por el intento
de pensar teóricamente un programa socialista para una realidad como la argentina
y eventualmente para otras que compartieran con ella el carácter de colonias
de población en zonas vacías, constituidas en el breve lapso de una generación
por enormes contingentes inmigratorios. En ese sentido, la originalidad de Justo va
mucho más allá que las triviales acusaciones que se suelen lanzar sobre su «europeismo
».
Su pensamiento y su acción exacerba el ideal progresista-evolucionista que habían
tenido algunos organizadores laicos de la República Conservadora. En este espacio
8Véase Juan Carlos Portantiero: «Socialismo y política en América Latina» en Norbert Lech-ner (ed):
¿Qué significa hacer política en América Latina?, Lima, Desco, 1982, pp. 53-67.

de modernización coloca sus reflexiones y el eje de su actividad, verdaderamente
reformista y no transformista - y por lo tanto enfrentada al proyecto oligárquico -
consistente en la conquista de la ciudadanía para los trabajadores, incluyendo a los
extranjeros. Su objetivo era la organización de las masas y su participación en la
construcción de un mercado político competitivo que pudiera realizar la democracia
política como condición para la democracia económica y social.
En el camino hacia esa reforma del Estado sólo parcialmente conquistada (porque
la ley electoral de 1912 excluyó a los extranjeros, lo que en los hechos significaba
dejar fuera a la mayoría de los trabajadores), Justo y la brillante élite que formó a
su alrededor se encontraron con el obstáculo opuesto por el proceso de construcción
«desde arriba» de la sociedad que se dio aún en aquellos países más adelantados
del continente como lo era la Argentina. Esto es con la inexistencia de un verdadero
pensamiento antiestatal en las grandes masas condición irremplazable para
una propuesta que se basaba en la posibilidad de reformas generadas por una movilización
«desde abajo».
Justo buscaría sortear esa encrucijada de atraso político a través de una tarea pedagógica
tendiente a desbaratar el mito popular sobre el Estado como constituyente y
reemplazarlo por la razón de una sociedad que se autoconstituye como Estado.
Frente a la tradición diel caudillismo proponía el camino de la organización de los
ciudadanos. En el fondo soñaba con una reformulación de la democracia ligada al
desarrollo moderno del capitalismo de la que surgieran como principales soportes
en el interior de un sistema político competitivo dos grandes partidos organizados
sobre representaciones de clase: el socialista y un partido burgués moderno originado
en la renovación del viejo conservadurismo oligárquico. En su criterio anarquistas
e yrigoyenistas expresaban formas caducas y eran definidas dentro de cada
uno de los campos políticos en que recortaba los espacios de acción de las clases,
como trabas para la modernización de los hábitos cívicos.
El socialismo de Justo buscó constituirse (y en eso fue legítimamente un producto
de la II Internacional) como una contrasociedad basada en una subcultura obrera
en la cual la condición de los proletarios no era vista solamente como de productores
sino también como de consumidores y en este rasgo radicaba su posibilidad de
articulación con otros grupos subalternos. El mundo presuntamente contrahegemónico
del justismo era un mundo de cooperativas de bibliotecas de periódicos de
organizaciones escolares, que debían contener en si todas las posibilidades liberadoras
de una sociedad laica frente al Estado.

En este campo su obra fue formidable y no se podría explicar lo esencial de la democratización
de base que todavía perdura en ia sociedad argentina - pese a las
tragedias autoritarias que recorrieron su vida política - sin ese impulso societal.
Pero esa manera de entender la relación entre política y masas no fue capaz salvo
en el marco urbano y durante un período - de organizar una verdadera voluntad
nacional-popular. El justismo no pudo superar el desencuentro entre un plano de
luchas cotidianas por reformas y otro lanzado hacia el futuro en el que el socialismo
aparecía como una imagen teleológica.
Jamás pudo construir trabado como lo estaba por una concepción iluminista del socialismo
- que por cierto compartían los marxistas que desde una óptica «revolucionaria
» criticaban su «reformismo» - un lenguaje capaz de asimilar al mundo de
las heterogéneas clases subalternas argentinas inmersas en un convulsivo proceso
de estratificación social y cultural marcado por el veloz crecimiento de la economía
y por la inestabilidad de los valores culturales provocada por la difusión de patrones
europeos sobre un terreno recién y sólo parcialmente despegado del siglo XIX
hispano-criollo. Será la Unión Cívica Radical a través de su personalización en un
caudillo Yrigoyen quien recuperará esa herencia fragmentada y difusa de modernización
y arcaísmo y producirá el primer gran episodio de integración política de
las masas en la Argentina.
Recabarren
Si la característica del socialismo argentino sería su enclaustramiento en una realidad
urbana de rápida movilidad social la izquierda chilena marcada desde sus orígenes
por Recabarren expresará con nitidez otra característica: la del corporativismo
de clase como componente esencial de la presencia autónoma del socialismo.
Dicho obrerismo, cuyos orígenes estructurales podrían ser explicados por la particular
conformación histórica de la clase obrera chilena como «masa aislada», traerá
como resultado sin embargo la constitución de la más poderosa relación entre trabajadores
y cultura socialista que haya conocido el continente. Esa percepción de
autonomía con que se constituyó políticamente la clase obrera chilena se transformará
en una barrera contra la penetración del populismo e impulsará la presencia
independiente de los trabajadores en cada uno de los variados intentos «frentistas»
que desde 1938 hasta la elección de Allende procuraron crear nuevos equilibrios
políticos en el Estado. Pero en cada caso - y de manera más dramática entre 1970 y
1973 - la dificultad se colocó en que los partidos de la izquierda chilena jamás pudieron
quebrar el «ghetto» - ideológico o social - de clase y estructurarse como parNUEVA

tidos «populares»; lo «popular» derivaba de una sumatoria frentista entendida
como un agregado (como una «alianza de clases») en la cual éstas eran consideradas
como sujetos preconstituidos y los partidos políticos como un reflejo de ellos.
En una sociedad como la chilena tempranamente marcada por la profundidad de
la penetración estatal en la sociedad, los partidos de izquierda sucumbieron finalmente
(incluso el socialista que parecía tener más sensibilidad sobre la cuestión)
ante una concepción cerradamente societalista de la política para la cual el Estado
no era otra cosa que un campo pasivo en el que se reflejaban los intereses de grupos
y categorías.
Por fin frente a las experiencias de los socialismos de Argentina y Chile marcadas
por problemáticas predominantemente urbanas el gran mérito teórico de José Carlos
Mariátegui fue el de haber intentado elaborar una perspectiva socialista inclusiva
del mundo rural entendido como un espacio cultural cuyos valores diferían de
los propios de los procesos de modernización.
Sin denominarlo así, en la obra de Mariátegui aparece por primera vez en el socialismo
latinoamericano un proyecto amplio de constitución de una voluntad colectiva
nacional-popular. Por cierto que la discusión planteada por Mariátegui no puede
ser disociada de los acuerdos y confrontaciones - definidas por ambas como una
operación intelectual a realizar en el interior del marxismo - con el Haya de la Torre de la década del 20 en el marco de una común preocupación por elaborar una
perspectiva latinoamericana del socialismo.
Los planteos de Mariátegui quedaron a mitad de camino: por su prematura muerte
y por el bloqueo que a los mismos hiciera la III Internacional. Como es sabido hacia
finales de la década del 20 se vio doblemente presionado por su propia necesidad
de diferenciar su pensamiento del de Haya y por la actitud de rechazo que a sus
posiciones efectuarían los jóvenes partidos comunistas, embarcados en una línea
de «bolchevización» organizativa y de enfrentamiento «clase contra clase» que no
haría sino acentuar su aislamiento. Durante la década del 30 el «mariateguismo»
fue excomulgado por la III Internacional. Es que Mariátegui colocaba temáticas y
problemas para la producción del socialismo en América Latina que se escapaban
de los rígidos esquemas iluministas y positivistas con los que la intelligentsia radicalizada
del continente había visto su relación con el poder y la política y por cierto
del sectarismo de la Comintern. Son conocidas las fuentes en las que abrevó el socialismo
de Mariátegui y la decisiva influencia que sobre el ejercieron autores como
Croce y Sorel para poder depurar de determinismo a su lectura del marxismo. Su
antideterminismo es decir su convicción acerca de la opacidad de las relaciones entre
economía y política le permitía introducir con naturalidad problemáticas complejas
como las de raza nación y cultura. En la reivindicación de la voluntad y del
papel del mito en la historia Mariátegui cruzaba a las figuras de Lenin y de Sorel
en una mezcla que a la III Internacional le pareció herética. En la versión de Mariátegui
la fuerza de la transformación no estaba en la ciencia sino en la voluntad. El
socialismo como cultura de la crisis debía superar al evolucionismo al racionalismo
al «respeto supersticioso por la idea de Progreso» que había compartido con el capitalismo.
Sin usar las mismas palabras - aunque pudiera haberlo hecho por el fondo
común en Renan Croce y Sorel que ellas poseen - el marxismo de Mariátegui
constituye así la única herencia teórica que en América Latina evoca la preocupación
gramsciana por la construcción de una voluntad colectiva nacional-popular y
por una reforma intelectual y moral como condición de la transformación social,
como superación a la vez del corporativismo aislacionista y de la visión determinista
del socialismo.

1Quaderni del carcere, Einaudi, Turín, 1975, t. III, p. 2116. En español, en Literatura y vida nacional,
Juan Pablos Editor, México, 1976, p. 125.
2Quaderni, I, p. 680. En esp. Literatura y vida, cit., p. 245.
3Quaderni, III, p. 2313. En Literatura y vida, cit., p. 241.
4Quaderni, III, p. 2312. En Literatura y vida, cit., p. 240.
5Quaderni, III, pp. 1555 y ss. En Literatura y vida, cit., p. 240.
6 Sobre el tema véase Emilio de Ipola y Juan Carlos Portantiero: «Lo nacional popular y los populismos
realmente existentes» en Los nuevos procesos sociales y la teoría política contemporánea,
Unam/Siglo XXI, México, 1986, pp.
7He desarrollado estos aspectos en «II marxismo latinoamericano», en Eric. J. Hobsbawm (ed.): Storia
del marxismo, Einaudi, Turín, 1982, t. IV, pp. 207 y ss.

A manera de rescate, reproducimos los presentes ensayos extraídos de La Ciudad
Futura N° 6, Buenos Aires, 8/87, en la secon «Suplemento: Gramsi en América Latina
» hay un vahoso conjunto de artículos que no han perdido vigencia alguna.
Dentro del ámbito regional, recomendamos también Gramsci e a América Latina,
de Carlos Nelson Coudnho y Marco Aurèlio Nogueira (eds.), Paz e merra, Río de
Janeiro, 1988.
*Referencia al artículo de J. Aricó «Gramsci y el jacobismo argentino», correspondiente
a las páginas 18-20 de la misma entrega de La Ciudad Futura [NR].
Referencias
*Anónimo, QUADERNI. I. p680 - México, Juan Pablos Editor. 1976; Hobsbawm, Eric J. -- Lo nacional
popular y los populismos realmente existentes.
*Anónimo, QUADERNI. III. p1555, 2313 - México, Unam/Siglo XXI. 1986; Lech-ner, Norbert -- Il
marxismo latinoamericano.
*Anónimo, STORIA DEL MARXISMO. IV. p207 - Lima, Perú, Desco. 1982;
*Ipola, Emilio de; Portantiero, Juan Carlos, LOS NUEVOS PROCESOS SOCIALES Y LA TEORIA
POLITICA CONTEMPORANEA. - Turín, Italia, Einaudi. 1982; Socialismo y política en América
Latina.
*Portantiero, Juan Carlos, ¿QUE SIGNIFICA HACER POLITICA EN AMERICA LATINA?. p53-67 -
Este artículo es copia fiel del publicado en la revista Nueva Sociedad Nº 115 Septiembre-
Octubre de 1991, ISSN: 0251-3552, .

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